Transverberación
Cerró
la puerta con un clic suave. Una casa vacía, y dentro, ellos: M y F. La levedad
del clic sonó como una señal reverente, como si cada átomo de la estancia se
dispusiera a recibir lo sagrado de lo que estaba por ocurrir. Era de noche. El
silencio, fuera y dentro, se sostenía con un respeto casi litúrgico. Era abril.
Por la ventana abierta se colaba la segunda luna llena de esa primavera,
rielando entre el leve ondeo de la cortina. Una brisa suave perfumaba la
estancia de tomillo, retama, mimosas y resina quemada. Dentro, solo la luz trémula
de una lámpara. Su resplandor arrojaba sombras alargadas que trepaban por el
suelo y las paredes, como espectros informes estremeciéndose con la quietud
expectante del aire. No era miedo lo que los inmovilizaba, era algo ancestral:
dos cuerpos descalzándose por un saber heredado de siglos, como si escucharan
aquella voz tronante que les susurraba: “desnuda tus pies de las sandalias,
pues la tierra que pisas es tierra sagrada”.
M
dio la espalda a la puerta recién cerrada. Miraba al suelo. Con lentitud, levantó
la vista, temeroso acaso de que el simple acto de mirar pudiera quebrar el
silencio. F ya lo escudriñaba. Sintió su mirada penetrar en él, dardos de punta
encendida atravesando cada intersticio entre sus ojos y su vientre. Se miraban.
Se escrutaban. El silencio era denso, tangible, cargado de volutas invisibles
de incienso. Se observaban como quien ya no busca señales, sino certezas. Ese
dardo lanzado desde la mirada de F llevaba atada una maroma invisible que hacía
que el cuerpo entero de M se inclinara adelante, suspendido por la gravedad del
deseo. Descalzó sus pies. Flotaba hacia él, atraído por una fuerza insondable.
F también parecía avanzar sin hacerlo, como arrastrado por esa misma voluntad.
Y entre ambos solo restó un metro: una distancia que contenía todas las
distancias del mundo.
No,
no rompieron el silencio. No hacía falta. Aquella no era una noche para las
lenguas de los hombres. Había en sus miradas un reconocimiento anterior al
tiempo, anterior al espacio; nacido desde algún lugar sin historia, donde quizá
ya se hubieran encontrado. Como si todo lo vivido hasta entonces no hubiera
sido más que un ensayo del cosmos. Cuando por fin estuvieron frente a frente, M
agachó la cabeza. No era timidez: era reverencia. F cerró los ojos. No era
evasión: era ofrenda. Era abril. Era de noche. Era el alfa de los tiempos. El
alef de los espacios.
M
inspiró hondo. El aire era espeso, casi brea, un silencio anudado al pecho que solo
podía tomarse en inspiraciones largas, profundas, rituales. El olor de F manaba
de su cuello: para M era agua de una fuente escondida, donde la cierva agotada
calma su sed. Alzó la frente con los ojos cerrados, guiado por esa emanación de
agua viva. F se inclinó hacia él con lentitud reverente, como quien teme
espantar al animal que tras la larga persecución se atreve por fin a beber. Y
la cierva, al probar las aguas, se entregó al cazador.
Aquella
distancia, colmada de distancias, se deshizo. M percibió a ciegas el aliento
cálido de F precipitarse sobre su cuello. Su aroma, cada vez más denso. Sintió
en su nariz el calor de la piel, como la piel siente el fuego del altar donde
arde el sacrificio. Inspiró su aroma -carbón, carne, incienso- con una sed
antigua, con un ansia que le estremeció desde los pies descalzos. Un temblor
incorpóreo, intangible y por eso más real. Era un estremecimiento del presente,
un latido llameante en el ara donde la eternidad parecía abrirse paso.
No
se tocaban aún. Solo parecían tantearse con emanaciones etéreas. F rociaba con
su aliento olas tranquilas sobre el cuello de M. M se zambullía en ese aire cargado de sentido,
entregado en cada partícula a la marea que se lo quería llevar. Y fue
suficiente. Ese roce sin piel bastó para entregarse a lo invisible: el altar
ardía, llamando al sacrificio a inmolarse; la cierva, en la fuente, ofrecía su
pecho a la saeta del cazador.
En
la penumbra aromada de resina y tomillo, en el silencio transfigurado en rezo,
un dedo se alzó, solo uno. Y con su yema F ungió la frente de M. La piel de M
no ardió, sino que recordó. Recordó haberse abrasado así en otro tiempo, en
otra carne, en otro fuego. El dedo descendió apenas, ungiendo el párpado
cerrado, la mejilla, la curva de la mandíbula, el cuello. La yema del dedo de F
era óleo sagrado. Era la primera gota de lluvia tras la sequía: se abrió sin
prisa, sin destino, sin más sentido que el fluir mismo.
M
no se movió. No podía. No quería. F continuó: la gota se hizo arroyo, el dorso
de sus dedos se extendió por la garganta, el esternón, la tibieza que nace en
el hueco vulnerable entre el cuello y el pecho. Cada parte del cuerpo que
tocaba volvía a existir, a recordarse, como si durante años hubieran
permanecido dormidas. El olor de F se volvía más denso, más humano. La piel
susurraba, y el aire se hacía lengua que lo traducía. F acercó su rostro
queriendo escuchar el canto oculto que se elevaba entre la clavícula y el
hombro de M y, una vez escuchado, quiso leerlo con los labios. No para marcar,
sino para comprender, para conocerlo en cada nota, en cada silencio, en cada
disonancia, en cada armonía. M contuvo el aliento, generoso alzó su cabeza para
que F tuviese total entendimiento del canto que manaba de su piel. Su cuerpo
sabía que aquella caricia de los labios de F era una oración perfumada al
cielo, un nublo de tormenta entregándose sobre un yermo rendido a florecer.
Y
lo inevitable se desató con la delicadeza imparable del mundo dispuesto a
renacer. El nublo estalló en un huracán de brisa calma que los desnudó
mutuamente, lento, seguro. Sus manos se buscaron sin urgencia, tocando los
tejidos que los escondían como quien acaricia el brocal de un pozo. Se
desnudaron en silencio, uno al otro. “Os sacaré de la aflicción y os haré
ascender a la tierra que mana leche y miel.”
Sus
ropas cayeron, eran las banderas de rendición en el barro y la sangre de una
batalla que ya no importaba. Sus torsos, ofrecidos al aire con veneración muda,
eran la tierra largamente prometida. Como un sueño, vulnerable; como una
promesa, frágil. La ropa los escondía, la piel no miente: ahora estaba ofrecida
sin ornato, sin máscara, con cada imperfección, cada poro, cada mínima cicatriz
contando una historia en la que ambos se reconocían mutuamente. Bajo el pecho
desnudo, M sentía que la sangre se le convertía en haces de luz, rayos de un
sol alto de estío, una fuerza vital y destructora contenida en sus venas. Fuego
que ardía desde la luz más radiante.
Sus
frentes se rozaron apenas, como si los pensamientos necesitasen tocarse antes
que los labios. El aire de abril era aún frío, pero entre ellos ardía la
primavera. Sus alientos se confundían, sus respiraciones se acompasaban. Sus
pechos entonaban ya una misma melodía, sin partitura -el canto del alma que
vuelve a casa. Los labios no se tocaron. No aún. Se ofrecían sin tomar, se buscaban
desesperados en un temblor de milímetros. El beso, aun por nacer, flotaba suspendido
entre ellos. Y en ese beso nonato, en ese no aún, yacía toda la verdad: el
deseo arde antes que la piel.
M
sintió algo romperse desde dentro: la luz contenida en sus venas abrió una
grieta y por ella salía despedida, como si algo largamente dormido despertase y
lo mirase desde dentro.
Sintió
el temblor suave de los músculos bajo su piel, no por el roce, sino por la
revelación: estar siendo visto, estar siendo deseado, y no sentir temor alguno.
Sin esconderse. Sin huir. Sin defenderse. Rendir las armas y rendir las plazas.
Pensó,
no con palabras, sino desde una certeza inefable, que aquello no venía solo de
F, sino de algo mayor. Algo que lo atravesaba. Algo que, por fin, se permitía
ser. Y se dejó estar ahí. Como quien cede, como quien se aferra a permanecer en
el monte Tabor, sabiendo que lo que ocurre en esa altura no puede describirse, solo
vivirse.
Entonces,
los labios se unieron. Sin ruido. Sin conquista. Apenas un roce, pero M lo
entendió: ese lenguaje era el del primer día de la creación, cuando se hizo la
luz y todo comenzó a ordenarse desde el caos.
El
beso no fue profundo, no fue urgente; fue el primer gesto que separó los mares
oscuros de las aguas luminosas, el que hizo surgir el sol, la luna y todas las
luminarias del día segundo.
Fue
una unción lenta, antigua, como la de profetas y sacerdotes. Un beso que no
buscaba tomar, sino revelar; decir sin palabras lo que el cuerpo ya sabía antes
incluso de ser materia.
Y
en esa unión de carne y aliento, M entendió por fin que al principio era el Verbo,
y que él estaba en el Verbo, y que él era el Verbo mismo.
Y
entonces fueron los cielos y la tierra, los astros, las aguas, los árboles, los
frutos y las semillas, los vivientes del aire, de la tierra y de las aguas… el
hombre y el hombre. La entrega no tuvo nombre, ni palabra. Ni tiempo. La carne
recordaba haber sido barro, y el barro, Verbo. Verbos distintos, unidos en uno.
Barros distintos fundidos en un mismo jarrón. Carne sobre carne, fundida entre
sí. Fundida con el Todo.
M
se abandonó a la idea de no distinguir dónde acababa él y empezaba F. No sabía
si era cuerpo, si era llama, si era barro o era palabra. El aire, denso y espeso,
parecía postrado ante el trono de una luz sin tiempo, sin espacio, presente en
su ausencia. El corazón golpeaba con la fuerza de mantras sin lengua, un tambor
de latidos previo a la sublimación
Del
amasijo de sí mismos vino un estallido: un rayo sin trueno, un tornado flamígero
que ascendía como el humo de una inmolación. El tiempo y el espacio, la nada y
el todo se contrajeron y luego se expandieron en una exhalación indivisible. No
fue un grito: fue un silencio que lo contenía todo, como si la eternidad
pronunciase su nombre por primera vez. Y por un instante eterno, M creyó
elevarse en un torbellino de serafines, en una apoteosis de nubes espesas
envueltas en luz dorada, en cantos jamás oídos en esta tierra. Creyó morir, pero
no era muerte: era disolverse, dejar de ser uno para ser todo.
…
Al
final, el todo se aquietó. El fuego se replegó en brasas. Los cuerpos,
exhaustos y despiertos, aún temblaban. No era el frío de abril. No era el temor
de haberse expuesto sin ropajes ni oropeles. Temblaban en el silencio de la
tierra tras el trueno. La respiración,
antes montaña, volvía a ser valle. El sudor no escurría: se había vuelto piel.
Una nueva piel sin fronteras.
La
cama era refugio, altar, abrigo, eremitorio compartido. Estaban solos. Estaban
en uno. Uno en dos. Un abrazo orante. El silencio no era ausencia, sino
presencia. El uno en el otro, M sobre F. Ojos cerrados, almas desnudas, solos
en su unidad. Uno.
No
hablaron, pues ninguna lengua hubiera alcanzado a desvelar lo que dijeron con los
cuerpos: con los dedos, con las bocas apenas tocando, con los pechos rendidos,
uno contra el otro. Ya todo había sido dicho. Todos los lenguajes, cumplidos.
Todos bastaban.
F
y M seguían unidos por lo inconcebible de una separación, cualquier mínimo
alejamiento habría sido exilio, destierro, purgatorio gris, niebla en una
estepa infinita. Eran uno. Enlazados, envueltos, con las piernas entrecruzadas,
las manos rindiéndose al latido del otro, los rostros apenas separados,
compartiendo un aliento lento, sereno, denso. Ninguno concebía moverse. Ni
sueño ni vigilia tocaban: solo estar, solo ser. Solo permanecer.
De
sus médulas brotaba un calor dulce, sereno: el calor de lo hallado. La dicha
sin estruendo. La respuesta plena.
M
supo que algo en él había sido pronunciado, que su cuerpo había dicho -sin
palabras-su nombre verdadero, ese que nadie más conocía y que él mismo había
olvidado, si es que alguna vez lo supo. Y ahora que había sido pronunciado ya
no restaba duda, ni vacío, ni ansiedad.
Solo
un instante de perfección: ese.
F
se acomodó sin romper el abrazo, afirmándose en él, como si ya fuera parte de M,
como si siempre lo hubiera sido. M lo entendió, incluso con sus sentidos aún
sumidos en el letargo extático: F seguía ahí.
El
tiempo, más allá de los límites de la piel de ambos, no había regresado aún. Dentro
de ellos, en el amasijo de barro y verbo que eran, no contaban los segundos. No
existía el después. El tiempo solo se medía en respiraciones acompasadas y en
el latido rítmico de sus yugulares, que bombeaban luz.
Cuando
el cuerpo empezó a enfriarse, cuando el aire volvió a sentirse sobre los poros
desnudos, cuando el pulso dejó de ser un tambor y volvió a susurrar en las
muñecas, no hubo tristeza. Ni pérdida. Ni caída. Lo que eran seguía ahí:
intacto, tendido con ellos sobre la cama, posado y florecido en el campo de
azucenas que ahora parecía perfumar el aire.
La
noche volvió en silencio. El mundo, parado en aquel umbral de lo eterno y lo
efímero, entre el gemido ahogado y el silencio a gritos, volvió a contar el
tiempo. Pero ya nada turbaba, nada espantaba: pues solo ellos bastaban. Siendo
uno en dos, lo demás sobraba. Y en el silencio fecundo, en ese abrazo, M supo que
bastaba así para abandonarse a la eternidad.
Era
abril, era la segunda luna llena de primavera, era el alba afilando sus matices
en la lejanía. El sol que nacería invicto en el oriente profetizaría el fin de
un mundo y, también, el principio de otro.
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