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Esperar…

De repente, me siento cansado de esperar. ¿Esperar qué? supongo que esperar que algo cambie. Todo sigue igual a pesar de haber movido los cimientos. Por mucho que reflexione en lo que mi terapeuta me recuerda una y otra vez (todo lo logrado y lo increible que es) me cuesta verlo. Lo sigo viendo todo igual porque, realmente, fuera de mí nada ha cambiado. ¿Qué esperaba? Algo... y cuanto más miro, menos veo. Y, no sé... la constante sensación revoloteante de que nunca es suficiente, haga lo que haga, estoy condenado a ello: nunca ser suficiente. Ni siquiera algo. Todo avanza a mi alrededor y yo llevo perdida la cuenta de los años en que todo freno, de golpe. Y esperaba que dar tantos pasos cambiase algo, pero nada. Estoy empezando a considerar que esperar ya no es que sea un espejismo, es que es cruel. Tener esperanza es muy cruel cuando no hay nada. Me siento triste, pero quizá más que triste me sienta muy cabreado. Llevo días en los que no soy capaz de sentir otra cosa que no sea frustr

Reflexiones irreflexivas sobre violencia simbólica y la bandera LGBTIQ+

  Sólo para que quede claro: El llevar una bandera del orgullo LGBTIQ+ no te identifica como miembro del colectivo, sino como militante en la lucha por el Derecho Humano más básico: existir, o sea, tener una identidad propia y libre. Quitar una bandera arcoíris o prohibir explícitamente que se exhiba es un acto de violencia simbólica que mancha ipso facto a quien lo obra y a quien lo consiente con su silencio u omisión. Pero ¿qué es violencia simbólica? Según Bordieu es aquella en la que un ente  dominador ejerce violencia indirecta en contra de unos entes dominados. Al quitar esa bandera, que representa la libertad de tener una identidad NO impuesta, por ende, se está reconociendo abiertamente  como ente dominador una identidad frente a otras, y, por lo tanto, estas últimas son rebajadas porque, y aquí llegó por fin el concepto, no son “normales”. Como no son normales, etimológicamente, no pertenecen a la norma y todo lo que está fuera de la norma no debe existir, o se debe silencia

φοῖνιξ

Hace años, cuando este blog era el de un post adolescente, me consideraba un fénix; ya sabéis, el ser mitológico que tras morir renacía de sus cenizas. Lo usé hasta la saciedad, hasta convertirlo en un cliché. Y, como todo buen cliché, suena repetitivo, absurdo, ñoño, cansino. Un lugar común al que me aferraba, vaya, y que perdió su sentido.  Creo que nunca había sentido lo que significa realmente renacer de las cenizas, o quizá sí lo sentí y al dejar de sentirlo durante años perdí la referencia.  Básicamente siento... campanas. ¿Cuál es la sensación equivalente, y NO es euforia, a sentir un campanario atronando? Seré sincero: durante años fui encerrándome, me fui perdiendo en mí mismo hasta olvidarlo todo. Olvidé quién era, me aislé. ¿Motivos? Bueno, los hubo, solo hay que remontarse esos años atrás y extraer conclusiones (o lanzarse al vasto campo de la imaginación y teorizar, lo que me parece divertidísimo cuando me cuentan esas teorías. Solo que, si os lanzáis a teorizar, por favor

Otro año más.

Un axioma de nuestra estancia en este mundo es que el tiempo pasa. ¿Cruel? No, simplemente es la vida. Y aquí estamos, otro año más. Haciendo balance de lo que hemos dejado atrás en los últimos meses. Me pregunto, o al menos me sigo preguntando qué sentido tiene volver una y otra vez en lugar de cerrar. Y la respuesta siempre es la misma: supongo que aún hay un lazo de lo que este sitio supone que no quiero cortar, porque cortarlo sería renegar de toda la singladura que me ha traído hasta aquí hoy y que me seguirá llevando. Durante los últimos meses he pensado mucho en ello (no en cerrar el blog, que al fin y al cabo es anecdótico como parte de todo esto, me refiero a la importancia de no renegar de lo que fui) y mis sesiones con un psicólogo (sí, finalmente me he animado y, la verdad es que me pregunto por qué no las he empezado antes) muchas veces han tratado de ello. Pero quizá, hasta ahora, lo de no renegar no llevaba a nada más que a vivir en la nostalgia de lo que ya fue y no vol

Suposiciones

 Supongo que llegó un punto en el que estallé y dije “ya vale”. Y que eso me llevó a coger un camino que me está llevando a un sitio más… no sé si puedo decir feliz, pero, por ahora, un poco lo es. Aunque sea por la satisfacción de ciertas vanidades que veía lejanas. Dado que hace dos años que publiqué mi última entrada hablando de mí mismo, podría haber titulado esta entrada “dos años después”, pero no podría haber evitado la tentación de apostillarlo con “frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo” y, desde ahí, haber trenzado una suerte de alegoría torticera en el que mi antiguo Macondo habría sido barrido por un huracán de olvido, el matriarcado de los primeros Buendía habría sido reemplazado por el matriarcado de una serie de virtudes temporales y espirituales y un Melquiades de conciencia hubiera arrastrado a un José Arcadio Buendía a alquimias más mundanas todavía. Y lo he aca

Toda una vida

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 No hay más mundo que el que se encerraba en aquellas cuatro mínimas paredes. Nada importa más que esta noche, este momento, esta luz frágil… este baile. “Toda una vida te estaría mimando, te estaría cuidando, como cuido mi vida que la vivo por ti”- susurraba en mi oído mientras nos movíamos al ritmo de Machín. Solo quería llorar, tras tantos años, solo quería llorar y acariciar su rostro surcado de tiempo y espacio.  A pesar de ello, reconoció mi mirada y sonrió, igual que su mirada me reconoció la primera vez que se cruzó con las mía en aquel mundo gris que parecía querer acabarse cada día, sin alicientes… Estabas tan guapo con tu uniforme del ejército… tú me decías lo mismo, pero tú estabas más guapo. Las guardias hicieron el resto, historias de la “mili”, lo llamaban. Salvo que esta no la podíamos contar cuando se acabó y cada uno nos fuimos por nuestro lado en aquel Madrid tan gris. Jamás le confesé las ganas que tenía de llamarle en cuanto llegué a casa y arrojé mi petate a los p

Casi año y medio después

Quizá la emoción de epilogar una y otra vez me haya devuelto hasta aquí, no lo sé, pues tras leer unas tres veces seguidas la última entrada que escribí hace, casi, año y medio, tenía ciertas dudas sobre si era buena idea volver para escribir nada. Siempre, yo el primero, hemos sido todos defensores del "si no tienes nada que decir, cállate", y en estos tiempos en los que se habla sin parar sobre lo que no se conoce o apenas se sabe, romper esta norma es, a todos los efectos, una contradicción deletérea. Pero ¿quién soy yo para autocensurarme la necesidad de escribir para no decir nada? La verdad, estoy mintiendo: tengo mucho, muchísimo que decir. Pero en los últimos años he adquirido el don de la prudencia, o, dicho de otra manera, me han arrancado de cuajo la espontaneidad, el decir lo que pienso a bocajarro ya no es una opción. Por eso, paladeo obscenamente cada palabra en la que pienso antes de escupirla por la boca o vomitarla mediante teclas o tinta. Triste el